Han crecido con el latido de la tierra. Se han impregnado de las voces del viento y el silencio del sol y la noche. Murmullos, rumores, crujidos, silbidos y aullidos del paisaje han mecido su sueño.
Las palabras ásperas, auténticas, cálidas y heladas del suelo les han susurrado historias antiguas, de fronteras pretéritas y lenguas ya calladas. Voces mortales, de generación en generación, han modelado sus cepas. Y con el eco de tantas huellas, ahora ofrecen su fruto maduro. Una armonía de sabores aún vírgenes, aún por explorar.
Es tiempo de vendimia. De recoger la labor de un tiempo y un espacio. De prensar la expresión de la tierra, exprimir las emociones y dejar reposar las ilusiones. Allí, en la cuba de la esperanza, en la marmita del alquimista, dormirá durante largos meses el canto sabroso y provocativo de la garnacha, la merlot o la shyrah. Barricas de roble llegadas de otras tierras y con otros sonidos acunarán su dencanso y el tiempo, siempre el tiempo, sabrá crear nuevas estrofas de una melodía que enlaza a nuestros padres con nuestros hijos.
En el silencio y la oscuridad, en el regazo de la tierra, resguardada de las prisas, se gestará la magia sin engaños. El más tangible de los sueños. El alma del fruto.
Al fín, llegará el momento. El néctar abandonará su seno y llegará a nuestra copa. Entonces callaremos y escucharemos la generosa ofrenda de la tierra. Un sorbo que son las voces del viento, el sol, la noche, el paisaje, el suelo, las ilusiones, las emociones, el descanso, tantos sueños... Al fín, un sorbo de vida.
Emma Riverola.